24 de julio de 2013

musas

Alba y Víctor se sentaban en aquel banco frente al mar dos veces por semana. El trato consistía en quedar para no hablar y dedicarse a sus actividades. Él dibujaba barcos engullidos por lunas que proyectaban brillantes sombras sobre el mar oscuro. Ella leía y subrayaba sus libros con la ternura infinita de quien guarda un tesoro en cada línea. De vez en cuando se miraban. Buscaban en el otro el interior de sus ojos, el sonido de aquel latido en el que vivía el amor que los mantenía unidos, la mano que -tímida- se dejaba caer para acariciar la suavidad del brazo ajeno.
Ella era su musa. Aquella musa que aparecía completamente desmontada, aquella que le sugería ideas alocadas, amaneceres ebrios en lugares escondidos, sal y arena en la piel. Ella, aquella que le guiñaba el ojo empujando con esfuerzo las pestañas demasiado maquilladas sin esperar nada a cambio. Y Víctor... sencillamente dejaba que ella apoyara la cabeza sobre su hombro y desaparecía cuando Alba cerraba los ojos para bostezar.

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