2 de marzo de 2014

Arte no expuesto.

Mira por la ventana. La tarde en el exterior es turbia, gris  y agitada, de aquellas dispuestas a estallar en cualquier momento. A través de los cristales salpicados de lluvias que ya nadie recuerda, la luz se filtra discreta mostrando diminutas partículas suspendidas en la diáfana habitación. Lo observo desde el centro de la sala mientras pienso si el brillo de sus cabellos y la manera en que gesticula cuando se pone nervioso formarán parte de la exposición.
Le sonrío en secreto mientras ladeo la cabeza y fingo estar concentrada contemplando una fotografía en blanco y negro de un autor que no recuerdo. Se mueve hacia mí regalándome una sonrisa y siento su olor envolviéndome, acariciándome como me gustaría que hicieran sus manos. Hablamos y nos movemos hacia otra sala igual de austera, con enormes fotografías en sus paredes. Las observo en silencio, intento ser fotógrafo y fotografía a la vez. 
Entonces es cuando me doy cuenta. La galería es él. Él es cada una de las fotografías allí expuestas; es cada filtro en sepia, la intensidad del color y el marco de cada lámina. Si estoy allí dentro, si puedo sentarme en los bancos de su memoria y sus impresiones es porque él me ha invitado. A cada paso que doy en cualquiera de las direcciones posibles, cada vez que mis ojos se posan en algún detalle de las imágenes a mi alrededor, me está regalando una explicación muda de por qué es como es y se porta como se porta. 
Él se asoma a la calle para comprobar que aún no llueve y que el caos no se detiene a pesar de su calma. Y yo me asomo en él con el fin de cerciorarme que su caos sigue en orden y que no va a llover mientras yo esté aquí.

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