Silva la cafetera. Ya casi me había olvidado de ella. No sé cómo lo haces, pero tienes el poder de hacer que pierda el mundo de vista. Ahí estábamos tú y yo, diez minutos antes, tirados en el sofá a la luz tenue de la lámpara y abrazados por el olor suave a incienso de fresa. No nos habíamos dado cuenta, pero había caído la noche más allá de las ventanas y el viento azotaba las ramas desnudas de los árboles.
En aquel momento, estábamos lejos, muy lejos, a pesar de estar sentados uno al lado del otro. Tú, enfrascado en tu pantalla, alejado de la realidad para perderte en tu vida 2.0; yo, transportada a la Venecia del siglo XVIII, paseándome en góndola por los canales y colándome en fiestas de máscaras y vestidos pomposos. En la misma postura desde hacía horas, con las rodillas entumecidas por tenerlas dobladas y el culo cuadrado por la presión de este sofá desvencijado.
Acababa de plantearme dejar la lectura cuando abandonaste el portátil sobre la mesa.
-¿Te hace un capuccino con nata?
- Oh, por supuesto. ¿Te ayudo?
- No, descuida. Creo que no incendiaré la cocina haciendo un café.
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